Hace años, odiaba el silencio justo después de decir mi precio. Y como no aguantaba esa incomodidad, siempre hacía lo mismo. Decía mi precio y luego lo arruinaba con una frase como: “Pero si se te hace alto, lo podemos ajustar, ¿eh?”. Según yo, estaba ayudando. Pero no. Lo que realmente estaba haciendo era, negociar en mi contra antes de que el cliente dijera una sola palabra . Y lo peor, le mandaba un mensaje clarísimo al cliente (sin querer): “No estoy tan seguro de lo que cobro… si quieres, me puedes bajar.” Hasta que un día una persona que me estaba vendiendo publicidad para una revista, me dio el precio y se quedó callado. ¿Qué paso? Terminé comprándole. Me dio risa, pero tenía sentido. Así que lo probé. La siguiente vez que un cliente me preguntó por mi precio, respiré, di la cantidad y me quedé callado. Segundos de incomodidad. Segundos eternos. Y entonces escuché lo que jamás pensé...
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